Cabo Burela, una punta, una piedra, un pueblo
Autoría: Herminia Pernas Oroza.
He ahí el cabo, debidamente marcado para que no haya justificación posible de su ignorancia, tanto por parte de locales como de foráneos. No podemos presumir de que sea el punto más occidental de la península Ibérica (esa honra le pertenece al cabo Touriñán) ni tampoco el más oriental (cabo Creus) ni posiblemente se encuentre entre los cabos más importantes de España o de Galicia pero, en un alarde de nacionalismo o mejor dicho de provincialismo, diremos que figura entre los cabos más conocidos de la provincia de Lugo, tales son, aparte del nuestro: Punta Socastro en el ayuntamiento de Vicedo, Punta Roncadoira y cabo Morás en el ayuntamiento de Xove y el cabo de San Ciprián en el vecino ayuntamiento de Cervo.
Con el nombre de Cabo Burela o Burela de Cabo figura en todos los mapas y cartas náuticas, dando su nombre al pueblo. También es conocido como “la punta del Cabo”; y en cuanto al de ser una piedra, en puridad, se trata más bien de un conjunto de rocas porque la PIEDRA con mayúsculas es la piedra del faro, una zona rocosa donde las olas rompen con especial virulencia durante la invernada.
Pero volviendo a nuestro cabo Burela, hace falta dejar claro que no nos salió nada marinero pero sí muy labrador. La explicación es sencilla: para los marineros no valía como referencia. Cuando estos entraban en Burela viniendo del oeste no podían perder de vista el faro de San Ciprián para no chocar con la “Piedra” mientras esta no tuvo luz (es sabido que el faro de Burela no es realmente un faro sino una marca cardinal que funciona como baliza luminosa para indicar a las embarcaciones que deben pasar al este de la misma).
Mas, alguna función tenía que desempeñar, y parece ser muy cierta la que tradicionalmente se le atribuye, tal es la de dividir el agua: cuando llueve del Sur, o sea del cabo, llueve en San Ciprián y en Burela no; y en caso de que haga viento: “viento del cabo a noche quedado”.
Englobado en un entorno castreño costero, fue mudo testigo de cuando Burela era más labradora que marinera y los labradíos llegaban hasta la misma costa. En el Cabo patoreaban los chicos a sus vacas, y al amparo de sus piedras se abrigaban cuándo llovía y hacían fuego.
Los niños bureleses tenían perfectamente delimitada el entorno; como todo estaba labrado hasta la orilla del mar, había que pastorear a las vacas por la costa: los de la Villa del Medio andaban desde Ril hasta la Figueira Mariñaa; los de Vilar llevaban su ganado desde la Marosa hasta Ril; los de O Porto se movían entre el propio puerto y la Figueira Mariña; y finalmente, los de Burela de Cabo apacentaban su hacienda por la Areoura y el Cantiño.
Entonces está claro que el Cabo “pertenecía” a los de la Villa del Medio, quien cuando el hambre aguzaba (y por desgracia esto ocurría muchas veces) y como buenos descendientes que eran de la prehistórica “Cultura de los Concheiros”, bajaban hasta la ribera para coger lámparos ayudándose con una piedra de punta (en la Prehistoria era bifaces) que luego llevaban dentro de las zocas y en las manos los chicos y en las mangas de las chaquetas y en los mandiles las chicas. Al subir para el Cabo, otros ya habían juntado tojos para prenderles fuego. Con el calor los lámparos se soltaban y quedaban limpios. Comían por veces porque no podían descuidar a los animales; pero aun así, a un niño le cayó una vaca en la ribera llamada “Area das Cabras” (al hacer la carretera quedó inutilizada por carecer de una vía de acceso). ¡Dios mio, lo que significaba para un labrador perder una vaca! y que tan bien reflejó Castelao. Por suerte, estaba marea llena y entre todos fueron capaces de subir la vaca, que solo sufrió heridas sin importancia.
Contaba asimismo el Cabo con un “sendero” que acababa en dicha “Arena de las Cabras” por donde pasaban los pescadores cuando pescaban desde tierra, y a través del mismo se bajaba hasta una ronca pequeña donde anidaban los grajos de pico rojo y había muy buen camarón. La leyenda decía que se trataba de una cueva muy larga que llegaba hasta las instalaciones de ECESA y el camposanto pero era solo fruto de la imaginación de los niños que la utilizaban para medir su valentía.